Eso hizo que se transformara en un juego casi clandestino, esperaba escuchar que se alejaba el auto y jugaba clásicos enteros, donde siempre ganaba Nacional 10-0.
Era tanta la práctica que tenía, que sabía cada rebote del patio a la perfección, a dónde tenía que mandarla para que el rebote en “x” pared la devolviera en el lugar preciso para hacer una tijera o un gol de cabeza.
Apenas llegaba mi padre corría a secarme la transpiración para que el delito quedara impune.
El se sorprendió cuando un día decidió jugarme un partido, y le era casi imposible dada la destreza que yo había obtenido. Un día le regalaron una rosa azul casi negra, rarísima traída de quién sabe dónde y un pelotazo terminó quebrándola.
Mi padre siempre dijo que fui yo pero los dos sabemos que fue un gol inolvidable que mi papá me hizo y tuvo la mala suerte de encontrarse con su rosa.
Papá de Mateo de 1 año y medio.
Fotografía: Babybooks